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Prologo 

El largo viaje a La Habana

Sus habitantes originarios la llamaban Cubanacán; cuando Cristóbal Colón desembarcó en ella la bautizó Juana y la describió como “la tierra más hermosa que ojos humanos hayan visto”; su primer historiador, José Martín Arrate (1701-1765) la definió como “la llave del Nuevo Mundo”; España la consideraba la “semper fidelis”: Cuba, la perla de las Antillas, puerta de acceso a esa región ignota que tantos conquistadores, fugitivos, inmigrantes y viajeros buscaran en pos de una vida más próspera y un futuro mejor, un puerto seguro al amparo de persecuciones, un

   .sitio apropiado para criar a sus hijos; un lugar en el que los sueños e ideales pudieran convertirse en realidad.
También la inmigración judía a Cuba encuadra en el marco general antes descripto. A grandes rasgos y con las

lógicas limitaciones que impone todo intento de generalización, la presencia judía en Cuba puede dividirse en tres etapas, que son estudiadas fundamentalmente por tres investigadores: Mordejai Arbell, Margalit Bejarano y Maritza Corrales Capestany, respectivamente. A estos historiadores cabe agregar, desde otra perspectiva, los trabajos de la antropóloga Ruth Behar, que rastrea sus propias raíces sefardíes en la isla.. 1. Si bien la documentación que se ha conservado al respecto es muy escasa, cabe suponer que desde los tiempos de la conquista llegaron a Cuba, al igual que a otras islas del Caribe, marranos o “cristianos nuevos” de origen judío, probablemente escapados de las garras de la Inquisición. A título ilustrativo, cabe señalar a Luis de Torres (? - 1493), intérprete de Colón en su primer viaje a América, a quien se atribuye el descubrimiento del tabaco, y que es considerado el primer judío que llegara al Nuevo Mundo y se afincara en él.
2. La etapa más intensa y activa de la vida judía en Cuba empieza hacia fines del siglo XIX, abarca aproximadamente seis décadas y se subdivide en cuatro fases: a. Varias decenas de familias judías que llegaron de los Estados Unidos, básicamente por razones comerciales, en las dos primeras décadas del siglo XX. Estos judíos de habla inglesa e identidad norteamericana pertenecían a la clase media-alta y permanecieron en la isla hasta la revolución, época en la que emprendieron el regreso a los Estados Unidos. b. Judíos sefardíes provenientes del Imperio Otomano, que llegaron en la segunda y tercera décadas del siglo XX aproximadamente, y que en un principio se dedicaron fundamentalmente al pequeño comercio, para pasar posteriormente a la industria y, en cierta medida, a las profesiones liberales. Si bien algunos se dispersaron por las ciudades de provincia, la mayoría se radicó en la capital, en donde se organizaron a nivel comunitario y recibieron el apodo de “turcos”, por su país de origen. Empezaron a abandonar gradualmente la isla a partir de la séptima década del siglo; la mayoría se radicó en Miami y se reagrupó en la comunidad sefardí cubana de la ciudad 

3. Los intentos de reactivar la vida judía y las actividades comunitarias e institucionales en la isla, a partir de la última década del siglo XX, con características organizacionales muy diferentes de las que se habían desarrollado en las etapas anteriores. En los primeros tiempos de este resurgimiento judío volvió a percibirse la presencia de “los shomrim del Caribe” que regresaron a su comunidad de origen con bríos renovados, en un intento de seguir transmitiendo sus valores fundacionales –sionismo, solidaridad, ayuda mutua– en aquella misma Habana de sus años mozos.
Por consiguiente, la evolución de Hashomer Hatzair queda enmarcada en la segunda etapa. El capítulo cubano en la vida de este movimiento juvenil judío, sionista y jalutziano de alcance mundial fue relativamente breve: solo tres décadas, desde sus comienzos a principios de los años treinta hasta su cierre definitivo en 1961. A pesar de las dificultades previsibles y de las circunstancias cambiantes, esas tres décadas fueron años plenos de logros, en los que el entusiasmo de un puñado de jóvenes impulsó una actividad intensa y fructífera que se proyectó sobre la comunidad toda. Si bien no hay consenso con respecto a la fecha exacta de la iniciación de sus actividades (hay quienes la remontan a 1929, si bien todos los documentos y testimonios conservados mencionan el año 1933), sí se puede precisar la fecha de conclusión de sus actividades: enero de 1961, cuando un puñado de adolescentes de 15 y 16 años, miembros activos del movimiento, decidió unánimemente concretar el ideal sionista y jalutziano con su aliá grupal al kibutz Yejiam. Uno de esos jóvenes, Aarón Brum, actual residente de Mitzpé Hilá en la Alta Galilea, Israel, recuerda hasta el mínimo detalle aquellos días cruciales y los evoca con el mismo entusiasmo de entonces:
alrededores.conocía en la isla, habrían de ejercer una influencia decisiva en el desarrollo de Hashomer Hatzair y en el impulso de su orientación sionista. Después de la guerra emigraron a Israel, los Estados Unidos, México, Venezuela y otros países.
 

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La influencia de los belgas no se hizo sentir solo en Hashomer Hatzair: obviamente, no todos se identificaban con este movimiento, y algunos de ellos contribuyeron al desarrollo de su sempiterno rival, Betar. Sus actividades excedieron también los marcos juveniles; como ya se ha señalado, los belgas contribuían generosamente a las campañas de recaudación de fondos para el yishuv judío en Israel y en sus primeros tiempos en la isla crearon su propia asociación, la Unión de Refugiados Hebreos. Pero su accionar no se limitó a los marcos sociales y educativos: fueron también los promotores e inciadores de la industria del diamante en Cuba. En sus talleres de corte y tallado de diamantes para uso industrial trabajaban numerosos jóvenes judíos, que de esa manera podían solventar sus propios gastos y contribuir al presupuesto familiar. El auge de esta actividad antes desconocida en la isla fue tan breve como la estancia de los belgas en ella: cuando la dejaron en busca de otros destinos (para algunos, Israel; para otros, México, los Estados Unidos y Venezuela), la industria del diamante partió con ellos. Pero la marca dejada en el movimiento fue más honda y duradera. A diferencia de las estrellas fugaces cuyo fulgor es intenso pero efímero, los sentimientos de identidad y pertenencia que los belgas sembraron, cultivaron y desarrollaron, cayeron en suelo propicio, echaron raíces profundas y dieron frutos perdurables. En aquellos años infaustos que impulsaron su llegada a Cuba, Winston Churchill acuñó una frase que posteriormente habría de ser citada hasta el infinito, si bien en contextos menos dramáticos y cruciales, y que también es válida en este caso, salvando las debidas distancias: “Nunca tantos debieron tanto a tan pocos

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